martes, 20 de agosto de 2013

EL 'INVIERNO ÁRABE' SE CONSUMA EN EGIPTO

Nagham Salman
RT,17/08/2013


"Divide y vencerás" y "En Oriente Próximo no se hace la guerra sin Egipto ni la paz sin Siria" son dos de los aforismos geopolíticos en base a los cuales debe analizarse la tragedia que se está produciendo estos días en Egipto. Si no habíamos tenido suficiente con Libia, Siria e Irak, el gran Egipto ya se precipita por el desfiladero de la guerra civil, entrando la situación de toda la región en una nueva fase hacia la gran guerra regional que permita la creación de un Nuevo Oriente Medio, requisito previo a un Nuevo Orden Mundial.

Pero un Nuevo Oriente Medio no será posible sin la destrucción total de toda la región por medio de la gran guerra del islam, entre musulmanes sunitas y chiitas, y con las minorías cristianas como rehenes. El atentado en el bastión chiita del sur de Beirut hace dos días, que ha causado más de veinte muertos y trescientos heridos, y que ha sido absolutamente silenciado por los medios de masas occidentales, es un claro ejemplo de ello.

Bautizado como 'Operación Aixa', y ligado a la guerra siria, ha sido atribuido a un grupo terrorista takfirista creado y financiado por la inteligencia saudí y catarí, que tiene al Irán persa y chiita como su mayor competidor por el liderazgo en la región cuando no aparece Turquía, lo que demuestra que la confrontación regional entre islam chiita e islam sunnita es una prioridad.

Mientras todo esto ocurre, el drama palestino sigue acrecentándose. Los colonos israelíes siguen construyendo asentamientos y el Ejército israelí sigue reprimiendo a una población palestina más olvidada que nunca, mientras que la creación de un Estado palestino se convierte en una auténtica utopía.

Y todos estos sucesos van ineludiblemente conectados bajo la lógica maquiavélica de la geopolítica internacional en la región más caliente del planeta, donde la hegemonía mundial está permanentemente en juego.

La violencia genera violencia

En los dos últimos días, la brutalidad se ha adueñado de las calles de El Cairo y Alejandría, y se han producido más de seiscientos muertos en los violentos choques entre el Ejército y los partidarios de los Hermanos Musulmanes, siendo la mayoría de los fallecidos seguidores de la cofradía.

La espiral de violencia se inició el miércoles cuando expiraba el plazo para que el campamento de la Hermandad fuese desmantelado. Ante la negativa de los islamistas, el Ejército y la Policía entraron a sangre y fuego, y en pocos minutos se inició el fuego cruzado que provocó la catástrofe. Las muertes siguieron aumentando con las horas cada vez que grupos de Hermanos Musulmanes se acercaban a edificios oficiales, iglesias y centros culturales.

La situación se degradó tanto en tan pocas horas, que el Ejército decretó el estado de emergencia y el toque de queda a partir de las siete de la tarde.
  
Crónica de unas muertes anunciadas

El Ejército egipcio acumula una larga trayectoria de  violación de los derechos humanos, al igual que los Hermanos Musulmanes acumulan multitud de atentados terroristas en los últimos treinta años. Este historial hacía prever que una eventual confrontación abierta entre ambos sería desastrosa para el país y para la región.

Cuando estalló la Revolución de los Jóvenes en Egipto hace más de dos años, los Hermanos Musulmanes se mantuvieron al margen, conscientes de que una eventual caída de Mubarak les daría el poder en las urnas. En aquella primera revuelta, los mártires de la Plaza Tahrir no fueron precisamente islamistas.

Tras ganar las elecciones presidenciales, Mohamed Morsi inició un proceso de privatización del poder con el beneplácito de Estados Unidos, Europa e Israel, y el patrocinio financiero de Catar y Arabia Saudita, además del apadrinamiento político de la Turquía de Erdogan.

El nuevo presidente, consciente del fuerte apoyo internacional y mediático del que gozaba, intentó someter todas las instituciones al poder gubernamental, hasta el punto de que parecía ser llamado a ejercer de califa absolutista en el siglo XXI. Para ello se sirvió  de la aprobación del decreto que le otorgaba plenos poderes y amordazaba al poder judicial, que fue seguido de la aprobación de una Constitución que instauraba la Sharia e institucionalizaba una república islamista.

A Mohamed Morsi no parecía importarle nada más que consagrar su poder absoluto en el menor tiempo posible. Todo lo contrario a lo que debiera ser una auténtica democracia, donde el pueblo tiene derecho a elegir a sus representantes pero donde, una vez elegidos, los gobernantes tienen el deber de aprobar leyes y crear instituciones que garanticen la separación de poderes, el respeto a las minorías y la pluralidad religiosa e ideológica, sin lo cual no hay legitimidad democrática.

Mientras tanto, la economía del país, completamente ignorada por Morsi, se iba degradando en todos sus sectores, en especial el turístico, hasta el punto de que a día de hoy se sostiene con pinzas gracias a la ayuda financiera condicionada de los Estados Unidos y las petromonarquías del Golfo Pérsico, de tal manera que también la pobreza ha sido una de las causas del gran descontento popular que ha espoleado al nuevo levantamiento.

Ante esta situación de degradación política y económica progresiva, la amalgama de grupos políticos liberales, coptos, laicos y demócratas convocaron ya desde un principio nuevas movilizaciones acusando a los islamistas de haber secuestrado la Revolución, y advirtiendo a los Hermanos Musulmanes que no permitirían que el país fuera gobernado en base a la Sharia o ley islámica, que dejaba en el limbo los derechos de las minorías cristianas y laicas.

Sin mostrar compromiso alguno con el pueblo, el depuesto presidente Mohamed Morsi se comportó durante su mandato como el representante de una secta al servicio de intereses extranjeros. La mayoría de expertos ya resaltaron que Morsi se empeñaba en gobernar en clave regional y no nacional, y destacan que su política fue más geopolítica que doméstica, y más sectaria que nacional, en el sentido de que más que servir al interés nacional y a la sociedad egipcia en un momento de transición tan complicado, sirvió a los intereses de los patrones actuales de los Hermanos Musulmanes en la región. 

Durante su corta pero intensa presidencia, Mohamed Morsi no ejerció en ningún momento como el presidente de todos los egipcios, sino como el presidente de los 12 millones de egipcios que votaron por él, siguiendo la hoja de ruta marcada por sus patrocinadores, que pretende islamizar Egipto a corto plazo para a medio plazo crear un califato sunita en toda la región tras la caída de Siria y Hezbollá en el Líbano y la derrota de Irán. Si este escenario acabara produciéndose, el califato adoptaría la ideología religiosa impuesta por Arabia Saudita y Catar, sería económicamente administrado por Turquía, y estaría siempre bajo control absoluto de las potencias occidentales. 

Claro ejemplo de dicha actitud es el hecho que desde el inicio de su mandato el depuesto presidente adjudicó a miembros de la Hermandad todos los cargos de la Administración, hasta el punto que nombró como gobernador de Luxor al autor del atentado terrorista que en 1997 provocó más de 60 muertos, algo que atenta contra el derecho internacional y contra la moral de cualquier ser humano sea cual sea su religión. 

Por si fuera poco, el presidente habría también iniciado una ola de privatizaciones de los bienes y empresas públicas del país, que presumiblemente iban a ser vendidos a Catar como mejor postor. Entre ellos cabe destacar el Canal de Suez, auténtico símbolo de la independencia egipcia y de la victoria de Abdel Nasser frente a la coalición anglo-francesa e israelí.  

Pero si quedaba alguna duda sobre su actitud y sus intenciones, en declaraciones del 15 de junio pasado afirmó que los cristianos y chiitas de su país eran infieles, y llamó sorpresivamente a la guerra santa contra el Gobierno sirio en una conferencia de prensa posterior.  

Una república teocrática islamista y el sueño de un gran califato 

En el último año, en Egipto se había pasado de una dictadura militar con Mubarak a un totalitarismo religioso que pretendía reglamentar el comportamiento de los ciudadanos no solo en la esfera pública, sino también en la privada. El decretazo y la Constitución pusieron las bases de lo que hubiera llegado a ser una auténtica teocracia islamista gobernada por una simbiosis de faraón y califa absolutista regido estrictamente por la ley islámica o 'sharia', de tal manera que podría haberse dado el hecho insólito de que el presidente de una república llegara a ser considerado la encarnación de Alá en la Tierra. Una república teocrática e islamista que pretendía acercarse al modelo de monarquía fundamentalista saudita, muy lejos del modelo turco, consagrando la desigualdad entre los ciudadanos en función de su religión y su género, y donde sus mandatarios deberían responder solamente ante Dios… o ante la CIA. 

Dos años después de la 'revolución democrática de los jóvenes' es difícil ver a día de hoy mujeres sin 'hijab' sin que sean increpadas por las calles de las ciudades egipcias, y cada vez más agentes con largas barbas patrullan las calles, al estilo de la policía religiosa saudita.  

Mientras se iba gestando la teocracia, algunos radicales propusieron incluso destruir restos arqueológicos del pasado como la esfinge, por considerarlos contrarios al islam, y los ataques contra las iglesias fueron en aumento. 

Tamarrod resucita la revolución

Conocedores del programa electoral de Morsi, los jóvenes demócratas y liberales que fomentaron la revolución siguieron manifestándose con el apoyo de representantes del islam moderado y los grupos coptos, que observaban con desolación la deriva islamista del país. Sin embargo, todos ellos han quedado relegados prácticamente al anonimato por los medios de comunicación de masas occidentales, pese a que se han producido decenas de muertos en los enfrentamientos con radicales islamistas durante los últimos meses. 

En este contexto se gestó el movimiento Tamarrod ('rebelión', en español) como resucitador y continuador de una revolución que se considera secuestrada por los Hermanos Musulmanes. En pocos meses, este movimiento ha conseguido más de 17 millones de firmas, un apoyo popular muy superior a los 12 millones de votos obtenidos por Morsi en las urnas.  

El Ejército se posiciona 

Si el Gobierno de Mohamed Morsi ha conseguido someter al Parlamento, al poder judicial y a parte de la Policía y los medios de comunicación, el Ejército es la única institución que ha mantenido su independencia, intentando mediar y en ocasiones sofocar con neutralidad los crecientes episodios de conflictividad social. 

Sin embargo, el pasado 15 de junio se produce un hecho insólito en política internacional: la llamada a la guerra santa por el presidente de una república. En una conferencia de prensa, ni corto ni perezoso, Morsi, en un delirio de grandeza y ejerciendo ya de califa, llamó a "emprender la yihad contra los infieles de Damasco". 

Los altos mandos del Ejército, que hasta entonces se había empleado a fondo en los constantes choques internos entre islamistas y manifestantes anti-Morsi, que corrían el riesgo de degenerar en un conflicto civil, observaron estupefactos como el irresponsable presidente del país quería embarcar a la nación en un conflicto regional.  

Ante esta situación, convocaron al Estado Mayor y, previa consulta con las altas autoridades religiosas del país, el Ejército optó finalmente por retirarles el poder a los Hermanos Musulmanes y ponerse de parte de los continuadores de la revolución, hasta el punto de que cánticos de "El Ejército y el pueblo están unidos" fueron el lema de la plaza Tahrir el día de la destitución de Morsi.