miércoles, 18 de diciembre de 2013

¿QUÉ PASÓ CON NELSON MANDELA?

Rafael Narbona
Librered, 08/12/2013


No es mi intención menospreciar o desfigurar el legado de Nelson Mandela, pero considero que ningún político puede sustraerse a un juicio histórico objetivo. Los mitos suelen ocultar la realidad e inducir a la confusión.

Madiba pasó 27 años en prisión. Su número de prisionero 466/64 se convirtió en un símbolo de la opresión blanca sobre la población negra de Sudáfrica. Sus casi dos décadas en el durísimo penal de Robben Island acreditan su coraje y la sinceridad de sus convicciones. Su único mandato como presidente está libre de cualquier sombra de corrupción. Sus gestos a favor de la paz y la reconciliación tal vez evitaron que el país se desangrara en una espantosa guerra civil.

Sin embargo, el historiador Niall Ferguson, famoso por sus tesis revisionistas a favor del colonialismo y el imperialismo, afirma que Mandela puso fin al apartheid de forma incruenta, pero no a las profundas desigualdades sociales. Salvo una nueva clase media negra, mayoritariamente vinculada al Congreso Nacional Africano, la clase trabajadora no ha mejorado sus condiciones de vida. Ferguson opina que “el lenguaje de paz y reconciliación es seductor, pero debe ser combinado con políticas significativas”.

La lucha armada contra el Apartheid

Se tiende a mencionar en voz baja que Amnistía Internacional nunca reconoció a Mandela como preso de conciencia y que Estados Unidos no le borró de su lista de terroristas hasta 2008. Margaret Thatcher nunca ocultó su desprecio por el Congreso Nacional Africano, “una típica organización terrorista”. Amnistía Internacional justificó su postura, destacando el papel de Madiba en la lucha armada: “Nelson Mandela participó en la planificación de actos de sabotaje y de incitación a la violencia, de modo que no cumple con los criterios para calificarle como un prisionero político. No es el delito de su opinión lo que le llevó a la cárcel, sino, como el auto en su contra, la preparación, manufactura y uso de explosivos, lo que incluye 210.000 granadas de mano, 48.000 minas antipersonales, 1.500 temporizadores, 144 toneladas de nitrato de amonio, 21,6 toneladas de pólvora de aluminio, y una tonelada de pólvora negra. 193 actos de terrorismo cometidos por su organización entre 1961 y 1963”.

No se puede decir que Amnistía Internacional mintiera, pues después de la matanza de Sharpeville el 21 de marzo de 1960, Mandela creó el brazo militar del ANC, que adoptó el nombre de Lanza de la Nación (Umkhonto we Sizwe) y lanzó una ofensiva contra el gobierno racista de Pretoria, asumiendo “las inevitables bajas que se producirán en el calor de la batalla”. En Sharpeville, la policía disparó contra los manifestantes. Murieron 69 personas, incluidos mujeres y niños. Otras 180 resultaron heridas, muchas de gravedad. El ANC respondió con una campaña de atentados con coches bomba.

El 21 de mayo de 1987 estallaron dos bombas en la fachada trasera del Tribunal de Justicia de Johannesburgo. Murieron tres policías, otros cuatro quedaron malheridos y seis transeúntes sufrieron en sus carnes el impacto de la metralla. Las bombas apenas consiguieron su objetivo, pues la explosión había sido programada para el mediodía, cuando los funcionarios del Tribunal de Justicia salían masivamente al exterior para el almuerzo. El ANC, que reivindicó el atentado, eligió la fecha con premeditación, pues se cumplía el cuarto aniversario de otro atentado en Pretoria que mató a 19 personas e hirió a 239. Solo en 1987, el ANC llevó a cabo 25 atentados con coche bomba. El ANC colocó bombas en comisarías, cuarteles, bancos, edificios de la Administración, una central nuclear e incluso unos grandes almacenes. No sólo eliminó a policías, militares, políticos, jueces y empleados públicos.

También acabó con los chivatos que informaban a las autoridades, a veces con el terrible necklacing, que consiste en colocar un neumático alrededor del cuello y prenderle fuego. La lucha contra el apartheid costó unas 18.000 vidas en casi medio siglo de manifestaciones, atentados y represión policial. Se calcula que entre 1960 y 1990, 200.000 personas fueron torturadas por la policía y el ejército. Muchas murieron durante los interrogatorios, como es el caso de Steve Biko, líder carismático que no logró sobrevivir a una brutal paliza en la tristemente famosa sala 619 de Port Elizabeth. Su vida se extinguió mientras le trasladaban a Pretoria en un Land Rover, desnudo y horriblemente desfigurado.

Steve Biko


Discurso de Mandela ante el Tribunal Supremo de Pretoria

En el famoso alegato del 20 de abril de 1964 ante el Tribunal Supremo de Pretoria, Nelson Mandela afirmó:

“No niego que planeé sabotajes. […] No lo hice movido por la imprudencia ni porque sienta ningún amor por la violencia. Lo planeé como consecuencia de una evaluación tranquila y racional de la situación política a la que se había llegado tras muchos años de tiranía, explotación y opresión de mi pueblo por parte de los blancos. Admito de inmediato que yo fui una de las personas que ayudó a crear Umkhonto we Sizwe [brazo armado del Congreso Nacional Africano]. […] Yo y las demás personas que fundaron la organización pensamos que sin violencia no se abriría ninguna vía para que el pueblo africano pudiera vencer en su lucha contra el principio de la supremacía blanca.

Todas las formas legales de expresar la oposición a este principio habían sido proscritas por ley y nos veíamos en una situación en la que teníamos que elegir entre aceptar un estado permanente de inferioridad o desafiar al Gobierno. Optamos por desafiar la ley. Primero infringimos la ley de un modo que eludía todo recurso a la violencia; cuando se legisló contra esta vía, y a continuación el Gobierno recurrió a una demostración de fuerza para aplastar la oposición a sus políticas, solo entonces decidimos responder a la violencia con violencia.

[…] El Gobierno había decidido gobernar exclusivamente por la fuerza y esta decisión marcó un punto de inflexión en el camino hacia Umkhonto. ¿Qué debíamos hacer nosotros, los líderes de nuestro pueblo? No teníamos la menor duda de que teníamos que proseguir la lucha. Cualquier otra decisión habría sido una vil rendición. Nuestra duda no era si debíamos luchar, sino la manera de continuar la lucha. Los miembros del ANC siempre hemos defendido una democracia no racista y nos alejábamos de cualquier acción que pudiese distanciar aún más las razas. Pero la dura realidad era que lo único que había conseguido el pueblo africano tras 50 años de no violencia era una legislación cada vez más represiva y unos derechos cada vez más mermados. Por entonces, la violencia ya se había convertido, de hecho, en un elemento característico de la escena política sudafricana. […]

Cada altercado apuntaba a la inevitable intensificación entre los africanos de la creencia de que la violencia era la única salida; mostraba que un Gobierno que emplea la fuerza para imponer su dominio enseña a los oprimidos a usar la fuerza para oponerse a él. Llegué a la conclusión de que, puesto que la violencia en este país era inevitable, sería poco realista seguir predicando la paz y la no violencia. No me fue fácil llegar a esta conclusión. Solo cuando todo lo demás había fracasado, cuando todas las vías de protesta pacífica se nos habían cerrado, tomamos la decisión de recurrir a formas violentas de lucha política.

Lo único que puedo decir es que me sentía moralmente obligado a hacer lo que hice. […] Empecé a estudiar el arte de la guerra y la revolución y, mientras estaba en el extranjero, realicé un curso de entrenamiento militar. Si iba a haber una guerra de guerrillas, quería ser capaz de apoyar a mi pueblo y combatir junto a él, y de compartir los peligros de la guerra con ellos”.


En su alegato, Mandela se distancia de los comunistas, pero agradece su solidaridad con el pueblo africano:

“El nacionalismo africano que defiende el ANC es el concepto de libertad y plenitud para el pueblo africano en su propia tierra. El documento político más importante que ha adoptado el ANC en toda su historia es la Carta de la libertad. No es en ningún modo un plan para un Estado socialista. Exige la redistribución, pero no la nacionalización de la tierra; contempla la nacionalización de las minas, los bancos y los sectores monopolistas, porque los grandes monopolios están en manos de una de las razas solamente y, sin esa nacionalización, la dominación racial se perpetuaría aunque se repartiese el poder político. Conforme a la Carta de la libertad, la nacionalización se llevaría a cabo en el contexto de una economía basada en la empresa privada. […]

Es más, durante muchas décadas los comunistas fueron el único grupo político en Sudáfrica dispuesto a tratar a los africanos como seres humanos y como sus iguales; el único que estaba dispuesto a comer con nosotros; a hablar con nosotros, a vivir con nosotros y a trabajar con nosotros. Eran el único grupo que estaba dispuesto a trabajar con los africanos para lograr derechos políticos y ocupar un lugar en la sociedad.

Debido a esto, hay muchos africanos que, hoy en día, tienden a equiparar la libertad con el comunismo. Esta opinión está respaldada por un poder legislativo que tacha de comunistas a todos los exponentes de un Gobierno democrático y de la libertad africana y proscribe a muchos de ellos (que no son comunistas) en virtud de la Ley de Supresión del Comunismo.

Aunque nunca he sido miembro del Partido Comunista, he sido encarcelado conforme a esa ley. Siempre me he considerado, en primer lugar, un patriota africano. Hoy día me siento atraído por la idea de una sociedad sin clases, y es una atracción que proviene en parte de las lecturas marxistas y, en parte, de mi admiración por la estructura de las primeras sociedades africanas. La tierra pertenecía a la tribu. No había ricos ni pobres y no había explotación.

Todos aceptamos la necesidad de que exista una cierta forma de socialismo para permitir que nuestro pueblo alcance a los países avanzados de este mundo y supere su legado de extrema pobreza. Pero esto no significa que seamos marxistas”.

A pesar de estas palabras, Nelson Mandela había escrito en 1961 un breve texto titulado ‘Cómo ser un buen comunista’, donde afirmaba: “La del comunismo es la mayor causa en la historia de la humanidad. Gracias al genio de Marx, Lenin y Stalin, un mundo comunista está a nuestro alcance, en el que no habrá explotadores y explotados, opresores y oprimidos, ricos y pobres. El movimiento comunista todavía se enfrenta a poderosos enemigos, que han de ser aplastados y eliminados de la faz de la tierra, antes de que podamos lograr un mundo comunista. Sin una lucha dura, amarga y larga contra el capitalismo y la explotación, no puede haber un mundo comunista”.

Mandela era consciente de que el fin del apartheid sería inútil sin una política eficaz contra la desigualdad y la pobreza. Por eso, sostiene en su alegato: “Sudáfrica es el país más rico de África, y podría ser uno de los países más ricos del mundo. Pero es una tierra de extraordinarios contrastes. Los blancos disfrutan del que posiblemente sea el nivel de vida más alto del mundo, mientras que los africanos viven en la pobreza y la miseria. La pobreza lleva aparejada la desnutrición y la enfermedad. La tuberculosis, la pelagra y el escorbuto provocan la muerte y la destrucción de la salud. […]

La falta de dignidad humana experimentada por los africanos es una consecuencia directa de la política de la supremacía blanca. La supremacía blanca implica la inferioridad de los negros. La legislación diseñada para mantener la supremacía de los blancos refuerza esta idea. Las labores de baja categoría son siempre realizadas por africanos. […]

Los niños deambulan por las calles porque no tienen escuelas a las que ir, ni dinero para poder ir, ni padres en casa para ver que van, porque ambos progenitores (si es que hay dos) tienen que trabajar para mantener viva a la familia. Esto conduce a una ruptura de las normas morales, a un incremento alarmante de la ilegitimidad y a la violencia, que surge no solo en el ámbito político, sino en todas partes. La vida en los municipios segregados es peligrosa. No hay un día en el que no apuñalen o ataquen a alguien. Y la violencia se traslada fuera de los barrios segregados [hasta] las zonas donde viven los blancos. La gente tiene miedo de andar por las calles cuando anochece. Los allanamientos de morada y los robos están aumentando, a pesar del hecho de que ahora se puede imponer la pena de muerte por estos delitos. Las penas de muerte no pueden curar el resentimiento enconado”.

Mandela finaliza su alegato, exponiendo los fundamentos de su proyecto político y aceptando las consecuencias de su compromiso con la emancipación de su pueblo:

“Por encima de todo, queremos los mismos derechos políticos, porque sin ellos nuestras desventajas serán permanentes. Sé que esto les parece revolucionario a los blancos de este país porque la mayoría de los votantes serán africanos. Esto hace que el hombre blanco tema a la democracia. Pero no se puede permitir que este temor se interponga en el camino de la única solución que garantizará la armonía racial y la libertad para todos. No es cierto que la concesión del derecho al voto a todo el mundo provocará una dominación racial.

La división política, basada en el color, es totalmente artificial y, cuando desaparezca, también lo hará el dominio de un grupo de color sobre otro. El ANC se ha pasado medio siglo luchando contra el racismo. Cuando triunfe, no cambiará esa política. Esto, por tanto, es contra lo que lucha el ANC. Su lucha es una auténtica lucha nacional. Es una lucha de los africanos, movidos por su propio sufrimiento y su propia experiencia. Es una lucha por el derecho a vivir. Durante toda mi vida me he dedicado a esta lucha de los africanos.

He luchado contra la dominación de los blancos, y he luchado contra la dominación de los negros. He anhelado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y que espero lograr. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”.

El precio del pragmatismo

En Robben Island, Mandela sufrió unas durísimas condiciones de encarcelamiento: trabajos forzados en una cantera de cal doce horas al día, una esterilla en el suelo y una áspera manta como único lecho, una carta y una visita cada seis meses, una ración de comida inferior a las de los presos de otras etnias. Nunca condenó los atentados que cometió el ANC durante sus años de confinamiento ni después, pues estimó que eran el precio necesario para conseguir la liberación de su pueblo.

En 1985, el Presidente Botha le ofrece la excarcelación, si renuncia públicamente a la lucha armada. Mandela responde que “un hombre privado de libertad no puede negociar ni aceptar tratos”, particularmente cuando su pueblo soporta un régimen de terror, con torturas, desapariciones forzosas, ejecuciones y una odiosa segregación racial. Cuando abandonó la prisión en 1990, Nelson Mandela levantó el puño antes las cámaras y declaró: “Aún existen razones para la lucha armada en Sudáfrica”.

Se ha hablado mucho de los acuerdos secretos entre Nelson Mandela, el gobierno racista de Pretoria, Gran Bretaña y Estados Unidos. Lo cierto es que, lejos de sus simpatías iniciales por el comunismo, Madiba se limitó a aplicar la política neoliberal imperante.

Actualmente, Sudáfrica es uno de los países más desiguales del planeta, donde el 20% más rico –mayoritariamente blanco- acumula el 80% de la riqueza. Sólo el 3% de las tierras cultivables están en manos de agricultores negros. Los blancos conservan la propiedad del 97% restante, si bien hay blancos pobres, peones de origen holandés (afrikaanders), que viven en miserables campamentos sin agua ni electricidad.

Los trabajadores negros ganan seis veces menos que los blancos. En torno al 23% de los hogares carecen de agua y electricidad. Uno de cada cinco adultos está infectado de SIDA, la mitad de los jóvenes carecen de empleo y se produce una violación cada 26 segundos. Según un reportaje realizado el 31 de marzo de 2011: “Las estadísticas en Sudáfrica sobre violencia contra mujeres y niños marean por su magnitud: se habla de una mujer violada cada 26 segundos, una mujer asesinada cada seis horas, seis veces más que la media global.

Aún así, nadie tiene claras las estadísticas. Lo que sí es evidente es que desde el final del apartheid, en 1994, las agresiones sexuales denunciadas se han disparado hasta revelar una epidemia. En 1994, se denunciaron a la policía 44.571 violaciones. En 2006, la figura llegó a 53.000. Las últimas figuras facilitadas por la policía, -criticadas porque bajo el epígrafe de “delitos sexuales” se mezclan agresiones sexuales y, por ejemplo, desmantelamientos de burdeles-, ascienden a 68.000” (Lali Cambra, El País, Blog Mujeres).

En cuanto a la violencia asociada a la delincuencia común, que tanto preocupaba a Nelson Mandela, cada año mueren cerca de 25.000 personas, lo cual significa una media de unos 70 asesinatos diarios. Es decir, un caso cada 20 minutos. Una pequeña minoría negra se ha aliado a la gran burguesía blanca y no duda en recurrir a la violencia para reprimir a los trabajadores descontentos, como sucedió en Markina, cuando 34 mineros murieron bajo las balas de la policía.

Sería injusto responsabilizar a Madiba de este crimen, pero al contribuir a crear (o mantener) unas estructuras económicas que no promovían la igualdad ni la redistribución de la riqueza, preparó un escenario que sólo invita al desánimo y la desesperanza, facilitando los abusos de las autoridades y las explosiones de rabia e impotencia de los más débiles y desfavorecidos. De hecho, la corrupción crece imparable, las desigualdades se acentúan, la represión policial continúa y la violencia callejera experimenta una espiral incontenible.

“Mejor dar un paso con el pueblo que diez sin el pueblo”

¿Qué paso con Nelson Mandela? Era un admirador de la Revolución cubana y ahora es elogiado por la prensa conservadora, Wall Street le dedica un minuto de silencio y los jefes de Estado de los países más influyentes y poderosos honran su memoria.

Es particularmente indignante que Mariano Rajoy, presidente de España, manifieste que “Mandela hizo de la concordia la fuerza de su mandato”, después de ordenar la instalación de cuchillas en las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla.

No es menos desolador escuchar a Barack Obama, presidente de Estados Unidos, declarando “no puedo imaginar mi vida sin el ejemplo de Mandela”, cuando su mandato se ha caracterizado por los asesinatos selectivos con aviones no tripulados (drones) y ha incumplido su promesa electoral de cerrar la inhumana e ilegal prisión de Guantánamo, donde la tortura física y psíquica son pura rutina.

Todo esto me recuerda el circo organizado con Teresa de Calcuta, con la diferencia de que la monja de origen albanés no hizo nada verdaderamente meritorio, pues como denunció Christopher Hitchens su obra está llena de sombras y posibles fraudes. Mandela nunca habría afirmado que “el sufrimiento de los pobres es muy hermoso”. Sin embargo, coincide con ella en concitar el aplauso de los ricos y poderosos, que le han convertido en un santo laico.

Es cierto que Mandela dignificó la lucha de los pueblos africanos y prefirió la prisión a la rendición, pero cuando se hizo con el poder renunció a cualquier pretensión revolucionaria. ¿No pudo hacer otra cosa? Si es así, ¿no dilapidó sus 27 años de confinamiento y su enorme prestigio entre sus partidarios? No puedo evitar sentir más aprecio por Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso (“el país de los hombres íntegros”) entre 1983 y 1987 y auténtico revolucionario.

Sankara nacionalizó los recursos naturales, se negó a pagar la “deuda odiosa” al FMI y el Banco Mundial, acabó con el latifundismo, distribuyendo la tierra entre los campesinos; luchó contra el hambre con un notable incremento de la producción agraria (la producción de trigo aumentó en tan sólo tres años de 1.700 kg por hectárea a 3.800, logrando la autosuficiencia alimentaria); promovió la educación y la sanidad públicas con grandes partidas presupuestarias; construyó carreteras y ferrocarriles al tiempo que plantaba millones de árboles para frenar la desertificación; defendió los derechos de las mujeres, incorporándolas a puestos de responsabilidad en el gobierno y el ejército, y prohibiendo la mutilación genital femenina, los matrimonios forzosos y la poligamia; advirtió repetidas veces sobre los riesgos de la penetración neocolonialista a través del comercio y las finanzas e incitó a los países africanos a no pagar su deuda externa.

Austero y enemigo del culto a la personalidad, vendió la flota de Mercedes-Benz del gobierno y convirtió el Renault 5 en el coche oficial de los ministros. Se negó a instalar aire acondicionado en su despacho por considerarlo un lujo injustificable y se bajó el sueldo a 450 dólares. Su patrimonio personal se limitaba a un automóvil, cuatro bicicletas, tres guitarras, un frigorífico convencional, un congelador roto y una modesta casa familiar.

El 15 de octubre de 1987 fue asesinado con doce oficiales. Blaise Compaoré, su antiguo colaborador y sucesor, actuó bajo el asesoramiento de la CIA y con el visto bueno de Francia. El cuerpo de Sankara fue descuartizado y enterrado en un lugar desconocido. De inmediato, se revocaron las nacionalizaciones y se acató las directrices del FMI y las grandes multinacionales. Sankara nos dejó varias frases memorables: “Mejor dar un paso con el pueblo que diez sin el pueblo”, “El objetivo de la revolución es que el pueblo ejerza el poder”. Me temo que otros líderes africanos -como Amílcar Cabral o Patrice Lumumba, también asesinados- se mantuvieron fieles a estas consignas, pero no Nelson Mandela, que acabó paseando en carroza con la reina de Inglaterra.

Thomas Sankara